Es curioso como el lenguaje cotidiano
está impregnado por el uso del término “espacio público”, hablando de él de repente
como si fuese un ente, pero no un ente
abstracto, pues lejos del libre albedrío que pudiera sugerir tratarlo así, de
repente el espacio público parece necesitar ser pensado, ordenado, clasificado,
organizado y planificado, pasando a ser un lugar uniforme a una ubicación donde
es posible la separación, categorización e implantación de ideologías o, por lo
menos, de ciertos pensamientos.
Es así entonces como nos compete
plantearnos: ¿Acaso el espacio público,
en su sentido más popular, ha pasado a ser dominio de la esfera pública, como
grupo de poder ocupado de asuntos comunes? ¿Es el espacio público algo común,
impersonal, ambos u otros?
Vendría al caso mencionar que, en un
intento por adoctrinar ese espacio público que debiera ser de libre acceso y
uso (que no abuso), a menudo nos invaden discursos ciudadanistas y sus respectivos
programas: de donde los ciudadanos no cuentan y el control de la población se
difunde como preciso. Este control quizás provenga de malinterpretar el espacio
público, como espacio social conflictivo, pero la pregunta sería ¿qué hay de
erróneo o “malo” en ello? Un lugar donde confluyen múltiples personalidades,
crispadas o no por la carga moralista/ideológica del espacio que pisan, es un
lugar propicio para el conflicto, entendiéndolo no como una problemática
violenta entre ciudadanos, sino como una interacción intensa en la que se ponen
en juego la perspectiva sobre diferentes cuestiones, puntos de interés, etc.
por tanto, no es en sí mismo la existencia de un conflicto mano a mano entre
ciudadanos el punto erróneo del espacio público, puesto que éstos conflictos
son casi tan necesarios y cotidianos como la presencia misma del espacio en que
tienen lugar. No se propone así, el conflicto surgido en el espacio público
como algo similar a lo erróneo que se pretende buscar en este comentario sino
como un punto a descartar y que es preciso señalar para no inducir a confusión
y, por supuesto, para marcar los límites de aquello que encierran los
contenidos y terminologías en su interior.
Entonces, ¿Qué conflicto es el que
incita al control casi represivo de la población en el espacio público? La
fuente de la respuesta a esta cuestión reside en que el problema es que las
políticas y medidas actuales sostienen demasiados valores implícitos y con
aspiraciones a ser transversales, de manera que proclamándose algo a favor de
“x”, se use justo para ir en contra de ello. Es una de las formas más
elementales bajo las que se rigen las representaciones de ordenación y
clasificación de la población en masa: el pensamiento binario, un pensamiento
que bajo la legislación estatal propone aquello que no debe hacerse, dejando la
perspectiva libre de permitir todo lo contrario a lo que sí se permite. Esta
forma antagónica de pensar la población, sociedad y, más concretamente, el
espacio público, solo puede pensar el conflicto como una forma de alterar
aquello que se denomina como “orden público”, un orden donde los individuos no
interaccionan o, por el contrario, lo hacen amablemente, sin crispación, una
forma de limitar y encasillar diferentes forma de pensamiento con el único fin
de mantener el control estricto allí donde es difícil saber qué ocurre
constantemente.
Si
bien es cierto que los extremos quizás nunca fueron buenos, pero tampoco
permitir caer en moralismos como la empatía, la autoestima, el sentimentalismo
y los “buenos sentimientos” frente a la objetividad de una simple Ley, que más
acertada o no, más adecuada o no, no apela a la “buena conciencia” de nada ni
nadie. Y es que hay cosas que no siempre pueden decidirse, hay cosas que deben
estipularse de antes y obligatoriamente: lo que hay que hacer es no enmascarar
eso, no jugar con la imposición de afirmar tener en nuestras manos el manejo de
modelos totalmente acertados y no perjudiciales, no abusar de pensar en que
aquel que no cumple con la Ley siempre y necesariamente es un rebelde digno de
castigar, puesto que quizás se trate de una forma de expresión no contemplada
dentro de los límites que establecen la obligatoriedad concebida como necesaria
desde las altas esferas, una expresión que para nada tiene que ser productora de conflicto violento, sino de
aquel conflicto que denominábamos como fuente de origen de pensamiento diverso,
multidireccional y conjunto entre ciudadanos.
Con todo ello, ¿cómo trabajar con el espacio público desde la Educación Social?
Más aún, siendo conscientes de que la manera de ser y hacer de cada educador
pueda tender a diferenciarse, ¿cómo un
educador social puede trabajar con el espacio público?
El educador social parece que debe ser:
-
ciertamente revolucionario, que no radical; ese incitador
y motivador del cambio aunque sea un límite casi inconcebible.
-
ciertamente ingenuo, pero sólo de cara al exterior; una
ingenuidad que precisamente puede establecer el cambio como un término que el
educador promociona ante los sujetos como una forma posible alcanzar.
-
apostar por lo positivo lo que no implica ser iluso,
manteniendo una confianza que, supuestamente, permite la atención del sujeto de
la educación.
-
confiar en cambiar al individuo para cambiar la
sociedad, o quizás al revés; una cuestión una vez más casi utópica pero tratada
de enmarcar en la labor del educador
Y todo ello sin pensar que la
participación, que tan de moda está, suponga para este ejercicio profesional,
la solución final, pues ni garantiza justicia, ni garantiza igualdad; muy al
contrario, la concepción de los usuarios frente a la ciudadanía, la percepción
que el profesional tenga del civismo como urbanidad, buenas prácticas y
participación como consenso frente al discurso “buenrrollista” de dialogar en
un intento de desactivar luchas sociales y de que quienes se sienten a dialogar
no se salgan de unos determinados patrones: ¿no se marcan así de nuevo relaciones de poder aunque sea de forma
oculta?
El hecho de que el encargo del educador
social provenga justamente de esas esferas públicas, conlleva riesgos como caer
en el interés por el CONTROL del espacio público, la implantación de una
NORMATIVIDAD sobre las conductas de todo tipo, la difusión de MODELOS ÚNICOS DE
VALORES imprimiendo ideales de ciudadanía para unos destinatarios que ni lo
saben, ni lo pidieron. Esa obligatoriedad se ejerce desde la autoridad
correspondiente, no desde la Educación Social: se puede coincidir en que
existen determinadas normas (tómense como convivenciales si se desea) dentro de
una sociedad que hay que enseñar y transmitir para que se conozcan y cumplan,
ahora bien, obligar a ese cumplimiento implica unas charlas morales, una serie
de amenazas demagogas que en ningún caso, responden al perfil de la Educación
Social.
Cumplir con una serie de preceptos
básicos, implica más el concepto de convivencia y soportabilidad, es decir,
“cada quien a lo suyo” y no tener que llevarse bien con todo el mundo, no tener
que querer y apreciar a todo el mundo, porque se puede circular por el espacio
público sin implicar a nadie más, y si se implica, que sea de mutuo acuerdo y
consenso: jamás usar un espacio público de manera que se deje rastro en ellos,
porque son nuestros al usarlos, pero al dejar de usarlos, ya no lo son y para
que alguien más se pueda “adueñar” de ellos tal y como nosotros hicimos, deben
aparecer en su estado original. La interacción fogosa no implica dejar marcado
un lugar p´bulico como así se pretenda vender en múltiples ocasiones, es una
forma de uso impulsiva pero no constituye una apropiación indefinida. Igualdad
de oportunidades, pasaría a relacionarse en este contexto, con igual de
condiciones, de pertenecer al espacio para interaccionar (solo sí se quiere) o,
por el contrario, para guardar la indiferencia que es legítima y posible pero
siempre teniendo presente que no siempre los límites de la normatividad señalan
lo correcto objetivamente y, por supuesto, tampoco iniciar, de manera
contraria, una mirada radical que se posiciona en desfavor a la legislación de
ordenación territorial. Ambas formas de control (normativa extrema y
contra-normativa) constituyen una forma de modelación del espacio público que
guardan en su interior la perversión del interés y la primacía que acaban
sobrepasando los límites de inmiscuirse en la libertad de resto, entendiendo
libertad como un concepto simple y de
sentido popular puesto que puede albergar una amplia definición casi
indescriptible con el lenguaje escrito.
Por tanto, elegir, actuar y decidir son
ámbitos demasiado privados de un individuo como para tratarlo desde la
Educación Social, no obstante, el aprendizaje y la enseñanza de la teoría, el
conocimiento de los medios, y el ofrecimiento y muestra del abanicos de
posibilidades existentes sí atañe a la Educación Social, de manera que como
valor último: cumplir la norma no implique NO cuestionarla.